DE LA INTEGRACIÓN A LA DESCOLONIZACIÓN (2024)

INTRODUCCIÓN

El motivo que nos condujo en este viaje por la obra del filósofo mexicano Leopoldo Zea Aguilar (1912-2004) fue buscar en ella los elementos que lo convirtieron en referente para algunos autores de la corriente de pensamiento llamada “opción de-colonial”. En efecto, tanto Walter Mignolo como Enrique Dussel, desde diferentes perspectivas, valoran su pensamiento como un aporte importante en la construcción de la filosofía y la historia de las ideas latinoamericanas. Hecho que nos despertó la pregunta que guiará nuestra lectura: ¿existen en producción de Zea elementos que preanuncien o anticipen una teoría de-colonial, tal como la conocemos ahora?

Leopoldo Zea fue un escritor muy prolífico. En el presente artículo abordamos su pensamiento dentro del período que abarca las décadas de 1950 a 1970, aunque haremos referencia a un artículo temprano, que se adelanta casi una década al resto de las obras. De estas hemos elegido especialmente aquellas que no refieren solo a la realidad mexicana, sino las que intentan construir una visión sobre el desarrollo de la filosofía en América.

La perspectiva central de nuestro recorrido será entonces mostrar la evolución del pensamiento del Zea y su acercamiento, hacia los años setenta, a posiciones que podrían ser consideradas como precursoras de la opción de-colonial.

Uno de los ejes internos de toda la obra de Zea es la identidad latinoamericana. De esa búsqueda de la identidad plantearemos, sucesivamente, tres aspectos: el sentimiento de inferioridad, la situación de coloniaje y el mestizaje como posibilidad de aportar una novedad. Sus búsquedas se remontan, sin embargo, al período hispánico, sin tener prácticamente en cuenta –más allá de alguna mención– el componente indígena de América.

Considerando en principio el pensamiento de Zea entre las décadas mencionadas, podríamos identificar dos períodos suficientemente diferenciados. El primero, que incluye las obras de las décadas de 1950 y 1960, en el que el autor lucha por demostrar que la filosofía latinoamericana es parte de la tradición filosófica occidental moderna, y debiera ser reconocida como tal. En esta primera etapa, Zea se muestra muy poco crítico frente a la tradición occidental, considerando que también la filosofía latinoamericana tendría en sí el destino de convertirse en una suerte de filosofía universal (como considera a aquella), representando los valores hacia los que todos los pueblos del orbe deberían orientarse en la medida en que progresen. En el segundo período, correspondiente a las obras de la década de 1970, Zea se muestra mucho más crítico del legado occidental y los efectos de enajenación que ha producido en los pueblos colonizados, cuyas respectivas culturas serían las encargadas de aportar los valores de los cuales occidente adolece.

UN HISTORIADOR DE LAS IDEAS

El trabajo filosófico de Leopoldo Zea se fue incubando desde la primera mitad del siglo XX y se concretó en la segunda, extendiéndose hasta el final del mismo. De su extensa obra, y por los objetivos de nuestro trabajo, abordaremos una serie de artículos y libros que van desde 1942 hasta 1976. En concreto, partimos con la lectura de su temprano “En torno a la filosofía americana” (Zea: 1942), artículo de 1942 y verdaderamente programático, ya que en él esboza lo que serán las líneas principales de pensamiento a lo largo de su producción: la existencia de una cultura americana y la posibilidad de una filosofía propia pero con valor universal, la relación de “dependencia” e imitación con la cultura europea y la crisis de esta última, el sentimiento de “inferioridad” y su necesaria mutación a uno de “responsabilidad”.

Más allá de la valoración crítica que se haga de la obra de Zea, su trabajo de recopilación de fuentes lo convierte en un verdadero archivo de la memoria intelectual de América. De hecho, Zea puede ser considerado como el iniciador de la historia de las ideas en América Latina (Pinedo: 2011). En este sentido, y tal como lo reconoce Enrique Dussel, es un autor transdisciplinar en sus fuentes, lo que sin dudas se debe a su concepción amplia de filosofía, dándole gran importancia en su historia de las ideas al pensamiento político y social (Dussel: 1992). La filosofía en Latinoamérica es política, según Zea, porque la historia de nuestras ideas transita el camino político, y esto la hace particular, no inferior a la producida en Europa. No aborda cuestiones metafísicas, sino del orden social y político, pero no por eso es menos filosofía: responde a las circunstancias concretas que le tocan al hombre americano (Zea: 2012, p. 31). Por eso en Zea se desdibujan las fronteras entre la historia de las ideas y la historia de la filosofía. El pensamiento latinoamericano, que posee su historia y que puede ser recorrida en un ejercicio de toma de conciencia, también puede ser considerado filosofía, aunque no siga los contornos de las expresiones de la filosofía occidental (Zea: 2012, p. 69). Mas como describe Dussel en el artículo citado, Zea no solo hace una historia de la filosofía, sino que ensaya una interpretación de esa historia; una hermenéutica histórica que consiste en un trabajo de autoconciencia de la propia historia (Dussel: 1992, p. 208).

Dina Picotti, en un artículo homónimo al libro de Zea, “América en la historia”, analiza la obra del filósofo desde la perspectiva ricoeuriana de la identidad narrativa[1]: el autor narra la historia buscando reconstruir una identidad particular. Para la autora, en Zea se da desde el comienzo un replanteo de la imagen de América y de la historia que desde siglos recibimos de afuera, y que nos situaría, a partir de la propia construcción del relato, en un lugar “periférico”. Zea es un americano que como tal visualiza a América desde sí misma:

Tal obra significó un planteo trascendente, al visualizar y valorizar América desde ella misma, rompiendo con la visión eurocéntrica de las así llamadas historias universales y correspondiendo de este modo al sentido más propio de la historia humana, en tanto constituida por todos los pueblos (Picotti: 2004-2005, p. 56).

Zea no solo hace historia de la filosofía, sino que desarrolla una filosofía de la historia. Influenciado por el historicismo de Ortega y Gasset, a la vez que imbuido de la visión hegeliana de la historia, se mueve desde el nivel concreto de las circunstancias que llevan a producir un pensamiento como respuesta a una situación particular (mexicana primero, americana después), hasta el universal “sin más”. Afirma la existencia de una cultura universal, cuyas raíces se encuentran en las adquisiciones filosófico-humanistas de occidente y a la cual los americanos, que formamos parte de ella, reclamamos reconocimiento y participación. Zea considera que el historicismo animó a la filosofía latinoamericana a dar una vuelta sobre sí misma, reflexión que le permitió reconocer en sí una temática particular, diversa a la de la filosofía occidental. Esta particularidad la podemos remontar al nacimiento de los pensamientos nacionales, encontrándola ya en Juan Bautista Alberdi (Zea: 2012, p. 69). En este punto debemos señalar su fuerte convencimiento de que la dialéctica hegeliana es la que explica el avance de la historia, y la que debería llevarnos a “corregir” los errores que nos mantienen en el sentimiento de inferioridad frente al resto de occidente. En su primera etapa, Zea no sale de la visión hegeliana, considerando a la cultura occidental como una totalidad que inexorablemente, y para su bien, llenará al mundo con sus valores. El llamado es a “renovar”, desde Latinoamérica y otros pueblos que comparten ciertas características de marginación, los elementos vetustos que la cultura occidental tiene en su versión europea y, en la segunda mitad del siglo XX, norteamericana. Zea recurre constantemente a herramientas de la concepción hegeliana para interpretar la historia, categorías tales como conciencia y autoconciencia, negación como asunción y no como destrucción, dialéctica. El concepto de “desarrollo”, caro a los tiempos en los que comenzaba a escribir, también es central en su filosofía de la historia americana (Kozel: 2012). Zea no llegó, a pesar de su evolución, a identificarse totalmente con posiciones que hoy llamaríamos de-coloniales. Por lo que se desprende de sus escritos, fue un convencido desarrollista.[2] Afirmó que el “error” de la generación de los “emancipadores mentales”[3] fue querer imitar los “frutos” y no el “espíritu” de la cultura europea, pero no cuestionó si es posible separar esos frutos de la cultura que los origina. Si bien fue enfático al denunciar el colonialismo que no permite a los pueblos desarrollarse, no planteó la vinculación entre la práctica del colonialismo occidental y la imposición de su noción de desarrollo, ambas hijas de la misma modernidad. Cierto que apela a un “desarrollo” dentro de las propias “circunstancias”, al menos lo dice negativamente cuando denuncia el riesgo de pensar que para tener una filosofía auténtica (siempre en el sentido amplio del que habláramos) debemos asemejarnos al hombre occidental supradesarrollado (Zea: 2012, p. 113). Pero no por eso deja de moverse dentro de una totalidad que se presenta como irrebasable, la de una cultura occidental que incluso fue capaz de mostrarle a los pueblos compulsivamente subordinados a ella, a partir de sus valores humanistas, que debían revelarse ante tal subordinación. Los pueblos colonizados hoy les reclaman a sus maestros, dirá, los derechos que ellos mismos le inculcaron (Zea: 1969, p. 17). Un mundo occidental humanizado, en especial por los aportes de los occidentales de las periferias, sería un mundo ideal, auténticamente occidental. Para encaminase hacia ese ideal es que América deberá reivindicar su rol como co-creadora, de ahora en más, de la cultura occidental.

No es de extrañar, frente a esta concepción, que los esfuerzos por reconstruir la historia de las ideas de Latinoamérica tengan en Zea su punto de partida en Hispanoamérica y en la época de las independencias; y recorra los intentos del americano por adaptar y adoptar las grandes corrientes de filosofía occidental. No parece concebible que intente buscar la originalidad del pensamiento americano al estilo de León-Portilla en La filosofía náhuatl (León-Portilla: 1993), aunque en Filosofía de la historia americana lo cite para ejemplificar el cambio de la perspectiva de la historia a partir de la conciencia de su dependencia que van tomando los pueblos dominados. Entonces, la expresión “visión de los vencidos”, que como sabemos es el título de una de las obras de León-Portilla (León-Portilla: 2003), resultará para Zea ilustrativa de esta nueva visión de la historia, contada ahora desde la situación de quien ha soportado y sigue soportando la dominación. [4] De todos modos la mención es interesante, porque en el contexto habla de la recuperación de la voz por parte del colonizado, que comienza a expresar su propia interpretación y a contar él la historia de su dominador, desde una perspectiva situada. Y también porque esto implica un cambio epistémico, ya que es el colonizado quien comienza a interpretar su historia y en quien se reconoce una autoridad hermenéutica válida para darle un sentido propio y autóctono. Pero si la filosofía puede tomar diversas formas, como decíamos, lo hará siempre dentro de una tradición.

La cuestión étnica no toca al pensamiento de Zea. No podemos rastrear la originalidad del pensamiento filosófico americano en las raíces precolombinas, la tradición comienza con la escolástica de los colonizadores. Es más, podríamos decir que hasta la irrupción de Fanon, marcando cierto grado de inflexión en su pensamiento, todo lo escrito por Zea refiere a la tradición de pensamiento de criollos y blancos. Incluso concebirá, como veremos luego, que a diferencia del “negro”, los pueblos originarios no tienen en América voz propia, sino que siempre necesitan alguien que hable de y por ellos.

Más allá de esto, hay muchos elementos que llaman, en la filosofía de Leopoldo Zea, a un despertar de la situación de colonialismo (español o sajón, externo o interno) que él mismo describe. Esa misma preocupación lo acercará a las teorías de la dependencia planteada por las ciencias sociales en las décadas de 1960 y 1970, con su visión de una periferia subordinada económica, política y culturalmente a los países centrales; y a la filosofía de la liberación, que consolidada en la década de 1970 propone –entre otras cosas– comenzar a pensar precisamente desde esa periferia subordinada y oprimida. Este acercamiento se hace más patente a partir de La filosofía americana como filosofía sin más, de 1969. Además de las dependencias económicas y políticas, su foco estará puesto en las dependencias epistemológicas. Su esfuerzo por defender la existencia de una filosofía americana con elementos originales, las herramientas que ofrece para una necesaria toma de conciencia que al mismo tiempo sea autovaloración, su trabajo de archivo y su prédica constante por una unidad latinoamericana, así como su propia evolución; lo hacen uno de los autores imprescindibles, precursores de esa generación de pensadores de la posguerra que buscó, desde distintos caminos, filosofar sobre la identidad latinoamericana.

EL AMERICANO Y SU SENTIMIENTO DE INFERIORIDAD

“En torno a una filosofía americana” (Zea: 1942), publicado en Cuadernos Americanos, es el segundo artículo de Leopoldo Zea sobre este tema del que tenemos noticias[5], y en él esboza una de las grandes preocupaciones –si no la central– que lo acompañará durante toda su obra: la búsqueda de la identidad latinoamericana. Esta búsqueda se desarrollará a partir de tres ejes intrínsecamente unidos: la posibilidad de una cultura americana (es el gentilicio que usa en este artículo), la de una filosofía americana y, por fin, el sentimiento de inferioridad que parece embargar al americano cada vez que se enfrenta a esos dos temas. Debemos decir que, a pesar de que posteriormente haya una evolución en sus planteos, las nociones de cultura y de identidad que asume Zea son sumamente esencialistas y abstractas. Hoy no tendría sentido preguntarnos, como lo hace el autor, si existe una cultura mexicana o americana, o cualquier otra en particular, como si fuera algo fijo y objetivable, o si parte de la humanidad ostenta o no una cultura propia. Por otro lado, pensar en una cultura americana suena a una generalización inmensa, si consideramos todos los matices que tiene Latinoamérica. Zea pensó América como “en espejo” y desde una concepción moderna y eurocéntrica influenciada por el hegelianismo. Consideró una supuesta unidad cultural en Europa (ligada a la modernidad), que en la década de 1940 había entrado en crisis por la guerra finalizada y la que se estaba desarrollando. Frente a eso, Zea, como americano que se pregunta por su identidad, no se reconoce en las culturas precolombinas sino en la europea, impuesta en la conquista y posterior colonización.[6] En este reconocimiento se siente un imitador, e incluso un mal imitador de esa cultura, por la imposibilidad que nace del intento de adaptar la circunstancia americana a la concepción del mundo europea.

América se siente inclinada hacia Europa como el hijo hacia el padre; pero al mismo tiempo se resiste a ser su propio padre... El mal está en que queremos adaptar la circunstancia americana a una concepción del mundo que heredamos de Europa, y no adaptar esta concepción del mundo a la circunstancia americana... Y esto es lo que siente el americano, que ha tratado de imitar y no de realizar su personalidad (Zea: 1942, p. 67-68).

En esa imposibilidad de ser lo que se pretende se origina su sentimiento de inferioridad.

El americano se siente europeo por su origen, pero inferior a éste por su circunstancia. Se transforma en un inadaptado, se considera superior a su circunstancia e inferior a la cultura de la cual es origen (Zea: 1942, p. 69).

Para Zea el americano, quien vivió intentando copiar una cultura que se encuentra desencantada de sí misma, se siente “huérfano”, tema que reaparecerá explícitamente en obras posteriores en las que creemos ver la influencia de Héctor Murena, con quien en cierto sentido se identifica como “desterrado” (Zea: 2012, p. 105), así como con los planteos de todo el grupo parricida (Zea: 1957, p. 20ss). Esa cultura europeo/universal, tal como la concibe el autor, vio interrumpido su desarrollo por las catástrofes bélicas del siglo, y frente a eso el americano tendría que reconocerse a sí mismo como adulto, y colaborar en la tarea del “rescate”. Para ello debería dejar de lado la autoimagen de no haber podido desarrollar en su historia más que una mala copia de la cultura y la filosofía europeas, y reconocer que su copia no fue mala sino distinta, a partir de las circunstancias propias (Zea: 2012, p. 74). Esta idea de que la mala copia puede representar en realidad una riqueza, una reinterpretación desde un punto de vista diferente y particular, venía siendo desarrollada por Zea desde principios de la década de 1950. Aparece ya en América como Conciencia, del año 1953 (Zea: 1972, p. 5ss). Tiene la intención de salvar la originalidad del pensamiento latinoamericano, se va repitiendo aunque tomando expresiones más profundas y concretas a lo largo de toda la etapa que estamos analizando. Por ejemplo, en la tercera parte de El pensamiento americano (que es escrita veinticinco años después de la aparición de la primera versión del libro, titulada Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica), afirma que el aporte del pensamiento latinoamericano al universal tiene sus raíces en que es una expresión concreta de lo humano situado en América, y por ende porta experiencias que no son captadas por el europeo. Esta conciencia que el americano va tomando de sí es un paso más de la conciencia que el “hombre” en general (siempre engloba a la humanidad bajo el concepto de hombre) va tomando de sí mismo. Así, la irrupción del pensamiento latinoamericano está llamada a romper con el concepto hegemónico de humanidad, que proviene de occidente (Zea: 1969, p. 175; Zea: 1972, p. 193). En el final de América como conciencia ya expresaba la confianza de que América debía jugar su papel como generadora de una cultura superadora de la crisis de posguerra, ofreciendo otros valores a la antigua cultura europea, a partir de su propia experiencia. Para ello, tendría que superar tanto su complejo de inferioridad como todo resentimiento, y expresar su verdad auténtica y sinceramente (Zea: 1972, p. 105). Unos pocos años más tarde, en América en la historia, insiste en la originalidad de la cultura americana, pero siempre dentro de aquella cultura más general de la que América formaba parte: la europeo/occidental. O sea, la riqueza radica en la diversidad, pero siempre dentro de un todo del que se es parte (Zea: 1957, p. 11). Más allá de que el planteo todavía se sitúa en un plano abstracto, en especial por su concepción esencialista de cultura, observamos que Zea se fue aproximando, con el correr de los años, a posiciones cercanas a las de-coloniales. Por ejemplo, no podemos sino encontrar una relación entre el texto al que acabamos de referirnos y el de Fanon que utilizará como epígrafe del último capítulo de La filosofía americana como filosofía sin más:

Si queremos transformar a África en una nueva Europa, a América en una nueva Europa, confiemos entonces a los europeos los destinos de nuestros países. Sabrán hacerlo mejor que los mejor dotados de nosotros. Pero si queremos que la humanidad avance con audacia, si queremos elevarla a un nivel distinto del que le ha impuesto Europa, entonces hay que inventar, hay que descubrir. Si queremos responder a la esperanza de nuestros pueblos, no hay que fijarse sólo en Europa (Zea: 2012, p. 100).

Ha sucedido un cambio profundo en el pensamiento de Zea durante los dieciséis años que separan a las dos obras. En La filosofía americana como filosofía sin más, precisamente en el capítulo que estamos citando, comienza a hablar de la existencia de un mundo no-occidental que en su resistencia a la enajenación le mostraría a occidente su propia autoenajenación (viene influido, como se ve a lo largo del libro, por Herbert Marcuse y Jean-Paul Sartre). América ya no es la parte marginada de occidente que reclama su inclusión, ni su cultura apenas una variante de la europea. Hay un pensamiento que presiona desde afuera a la cultura occidental en crisis, y ese lugar donde se genera, el de las colonias, es el que representa la esperanza de generar un mundo distinto. Pero esto no será posible si el americano no renuncia a ese sentimiento, de algún modo impuesto por el colono que creó al colonizado (esto también lo toma de Fanon), de ser un occidental desterrado por una culpa que no ha cometido pero que lo mantiene en la subordinación. Desterrado de un mundo occidental creado por los occidentales, acorde al orden de valores por ellos establecido, pero que no le permite gozar de ellos en plenitud (Zea: 2012, p. 111).

En esa misma época, entrando en lo que consideramos la segunda etapa de su pensamiento, comienza a tener una tibia mención en algunas de sus obras de la cuestión indígena, pero casi siempre como algo del pasado y ajeno a la búsqueda intelectual y política del latinoamericano (que vendría a representar al habitante occidental de América, no reconociendo en él por lo tanto demasiado vínculo con los pueblos originarios). Volveremos más adelante sobre el tema, pero diremos aquí que esa visión un poco más ampliada de la historia, que incluye al indígena, le permite abordar ciertas raíces del sentimiento de inferioridad más arcaicas que la compulsión a la imitación de algo que nunca se alcanzará. Esas raíces son las que se hunden en el origen de la dominación, aquel mecanismo tan estudiado por las corrientes pos y de-coloniales que consiste en la justificación de la dominación por la postulada sub-humanidad del dominado, y la consiguiente destrucción epistémica (y a menudo física) de aquel hombre que no se asemeje al modelo (Zea: 1969, p. 188). Los europeos que llegaron a América no vieron más que primitivismo (Zea: 1969, p. 19). El planteo de Zea sigue siendo en este punto abstracto, ya que no se respalda en la cantidad de documentos que estaban disponibles y que fueran utilizados, por ejemplo, por su compatriota Miguel León-Portilla (León-Portilla: 1993). Sin embargo, Zea comienza a esbozar lo que podríamos llamar intuiciones sobre la cuestión colonial y el indígena que serán retomadas con fuerza por autores latinoamericanos que lo sucedieron. Como veremos cuando analicemos el modo en que aborda la cuestión del colonialismo y el neocolonialismo, Zea no llegará al concepto de colonialidad del poder[7], creemos que en parte por soslayar el componente racial. Pero de todos modos las conclusiones a las que ha arribado en esta etapa, en la que se acerca a las teorías de la dependencia, le son necesarias para el desarrollo de sus propias tesis, dentro de las cuales la toma de conciencia de las situaciones de dominación y sus consecuencias son un primer paso, imprescindible, para la emancipación.

La emancipación mental/epistemológica precede y hará posible la liberación política y económica. En este punto va ganando peso una categoría central en las últimas obras del período que estamos estudiando, culminación de la segunda etapa: enajenación[8] Podríamos decir que a partir de la Tercera Parte de El pensamiento latinoamericano, influenciado ya por la teoría de la dependencia y la naciente filosofía de la liberación, el concepto de enajenación/alienación reemplaza al de emancipación mental, central en las dos primeras partes (correspondientes a la primera etapa de su pensamiento), así como en sus primeras obras. Esto se da, como intentaremos mostrar, porque Zea ha profundizado en la raíz epistémica de esta supuesta falta de identidad o, en el caso de la alienación, de la falsa identidad. Si durante la historia de sus ideas, América Latina no había podido alcanzar una verdadera emancipación mental por sufrir una yuxtaposición de culturas impuestas y superpuestas (la hispánica a la indígena primero, la iluminista y la positivista después), había llegado el momento de la desalienación, que procedía de la mano de la crítica. La yuxtaposición de culturas y filosofías, sin verdadera asunción de las que se pretendía abandonar como vetustas, tiene para Zea una estrecha relación con el colonialismo primero; y con el neocolonialismo que surge casi como una opción de las burguesías americanas, (auto)sometidas ideológica y económicamente a las europeas. El filósofo debe ser quien primero tome conciencia crítica de las causas del subdesarrollo de América latina: el colonialismo y el neocolonialismo, que se expresan en la cultura y en la filosofía como enajenación. Tomar conciencia de la alienación será la forma de cancelar el subdesarrollo. Si se pretende alcanzar el desarrollo al estilo occidental, pero sin tener en cuenta la propia historia y la propia realidad, es decir, aplicando criterios políticos y económicos foráneos de manera acrítica, nunca podrá romperse la dependencia. Por eso, se necesita primero esa toma de conciencia que lleve a romper con un modo de ser y de vivir impuesto como universal por la colonización de occidente.

«No hay alienación sin mistificación y sin mistificación aceptada», dice el sociólogo Joseph Gabel. Esto es, no es el estado de dominación o colonización el que origina la alienación, sino la aceptación y utilización, por los propios dominados, de la lógica en que se apoya esta dominación. Se mantiene la alienación, cuando el colonizado, por una u otra razón como el de así convenir a sus intereses (los que ha logrado dentro del estrecho ámbito de la colonización), se niega a tomar conciencia crítica de la realidad y acepta sin objeción la lógica del dominador. Si, por el contrario, el colonizado niega esta aceptación -tomando conciencia crítica de la falsa conciencia en que se apoyaba- y decide participar activamente en la producción de la historia del mundo, se da inicio a la etapa de des alienación con la que podría ponerse fin a la colonización, esto es, cancelar el subdesarrollo (Zea: 1969, p. 211).

Esto era posible recién a esas alturas del siglo XX, cuando confluían en el pensamiento latinoamericano los dos componentes que constituyen a la filosofía: la actitud crítica frente a la realidad y la conciencia de la historicidad. Zea toma esta idea de Gramsci.[9]

Durante la época de los “emancipadores mentales” –aquellos intelectuales que quisieron sacudirse la herencia hispánica en el siglo XIX– existió el primer componente (la actitud crítica), pero la falta de conciencia de historicidad les impidió la asunción del pasado como constituyente de esa realidad criticada. Los “emancipadores mentales” se equivocaron, porque en su afán desesperado por desterrar de los pueblos cualquier herencia hispana negaron el pasado sin asumirlo, y así se entregaron a la tarea de arrancarse parte de su propio ser (Zea: 1972, p. 71). Veían claro que no puede haber emancipación política sin emancipación mental, pero apostaron esta vez por el predominio absoluto de los nuevos ideales (tempranamente los de la Ilustración, un poco más adelante los positivistas), también provenientes de la nueva etapa de la modernidad que en Europa se vivía desde la segunda mitad del siglo XIX. Esto dio como resultado una yuxtaposición acrítica de ideas, que aunque representara un incipiente ejercicio filosófico, no lo era plenamente (Zea: 1972, p. 210). En concreto, se tomaban las ideas (políticas, sociales, científicas, estéticas) y se las pretendía aplicar sin más a la realidad americana. Este proceso, en forma concomitante, generaba un nuevo colonialismo. En este punto, y tal vez apartándonos un poco de lo que venimos desarrollando, quisiéramos advertir sobre el carácter “despolitizado” del pensamiento de Zea, algo que consideramos como una de sus más serias falencias, al menos en su primera etapa. Suena contradictorio, porque el pensamiento político y social es para Zea la característica de la filosofía en Latinoamérica. Pero para él todo se desarrolla al nivel de las ideas, como si ese fuera el motor de la historia y no las luchas concretas por el poder. No se tiene en cuenta, por ejemplo, que junto con el deseo de desterrar el pasado se dio, en las nuevas naciones, un exterminio real, tal como había ocurrido en la conquista. Mas resumiendo ahora el problema de la filosofía, frente al sentimiento de imposibilidad de filosofar desde América, Zea afirma que al menos desde la época de la emancipación política los americanos han filosofado, en tanto tuvieron una actitud crítica frente a su realidad. Pero el ejercicio pleno de la filosofía estaba madurando para él recién en esa segunda mitad del siglo XX, con la conciencia de la historicidad. En las páginas finales de El pensamiento latinoamericano intentará sostener esta idea presentando el desarrollo de la filosofía de la liberación de autores contemporáneos como Augusto Salazar Bondy o Enrique Dussel, como una especie de deconstrucción de la situación de dominación (Zea: 1969, p. 205 ss.). Sin dudas, podemos ver aquí una concepción muy cercana a la de los autores de-coloniales, en tanto resaltar la necesidad de una descolonización del ámbito epistemológico, como requisito necesario para la emancipación política, social y económica (Mignolo: 2010). Zea habla de llevar a cabo una destrucción crítica de la lógica con la que racionalmente se justifica el colonizador y su aceptación acrítica de parte del colonizado.

Pero éste no es sólo un problema latinoamericano, sino problema de todos los pueblos que han sufrido y sufren la dominación colonial; y la solución no está sólo en la desaparición física de la misma, sino en la destrucción crítica de la lógica con la que racionalmente se justifica el colonizador y la aceptación acrítica de tal justificación por el colonizado. Destruir esta lógica y absorber las contradicciones que la yuxtaposición colonial ha originado, tiene que ser obra del pensamiento latinoamericano en Latinoamérica, como lo está siendo el pensamiento que sobre realidades parecidas hacen otros hombres, en otras regiones de nuestro planeta sometidas a formas de dependencia semejantes, expresión ya de un solo y poderoso centro de poder. Concientismo, como lo llama el líder africano N'Krumah, conciencia crítica, toma de conciencia, como lo venimos llamando nosotros, ha de ser la expresión de la filosofía sobre la que venimos interrogando. No ya una posibilidad, sino una realidad expresa ya en la misma interrogación (Zea: 1969, p. 212).

En este sentido, considera que la filosofía de la liberación es un instrumento de des-enajenación, y dentro de ella especialmente una línea desarrollada en Argentina, que incluía como camino la asimilación de la historia. Dentro de esta corriente menciona a Arturo Andrés Roig, Mario Cassalla, Hugo Assmann, Horacio Cerutti, Juan Carlos Scannone, Osvaldo Ardiles, Aníbal Fornari, Daniel E., Guillot, Rodolfo Kusch, Julio de Zan, Amelia Podetti, Ricardo Pichtar, Hugo Biagini, Andrés Mercado y Carlos Duek. La circunstancia histórica del peronismo es la que según Zea habría posibilitado el surgimiento de estos pensadores (Zea: 1969, p. 212).

En síntesis, había ahora sí llegado el momento de una filosofía americana en plenitud, de la mano de la naciente conciencia de la enajenación que se sufriera durante siglos. Es la hora, dice con Fanon, de que los pueblos colonizados alcancen la lógica, la cultura y el tipo de humanidad que occidente no pudo alcanzar (Zea: 1969, p. 213).

HISTORIA Y COLONIALISMO

En América en la historia (Zea: 1957) puede verse el núcleo de la evolución del pensamiento de Zea a lo largo de las tres décadas que estamos estudiando, como desarrollaremos a continuación. Iremos profundizando la concepción de historia del autor, muy ligada al hegelianismo, en la cual la historia no es crónica sino hermenéutica, es la conciencia histórica que un pueblo adquiere al tomar conciencia de los hechos y comprenderlos desde su presente.

Leído desde nuestro presente, y después de las experiencias pos y de-coloniales, la primera impresión que causa es la de un autor que está transitando aún por una noción abstracta y acrítica de cultura[10], todavía cautivado por los ideales políticos de la modernidad europea, de la que quedaría excluida la península ibérica. De hecho, llama la atención el cambio del gentilicio: en esta obra no se habla de América o de Latinoamérica, sino de Iberoamérica. No es casual, si tenemos en cuenta que una de las preocupaciones centrales del libro es intentar comprender las diferencias entre la América sajona y la ibérica, frutos de la modernidad y de la cristiandad, respectivamente; y encarnación de un ideal de sociedad la primera y de comunidad, la segunda. Zea se mantiene en el plano por el que ha optado teórica y metodológicamente desde los inicios de su trayectoria intelectual: la historia de las ideas. Sin embargo, en algunos pasajes de esta etapa parece abandonar el plano predominantemente abstracto y descubrir que detrás de la exclusión y la dependencia hay una imagen de mundo construida no sin violencia por occidente. Aparece una noción de la historia como impuesta a los demás pueblos, situados por esa misma construcción en la periferia; y con un rol asignado a cada pueblo para el servicio del bienestar de cierta parte de la humanidad en detrimento de la otra. Allí cobrará fuerza la idea de colonialismo, que por el momento es considerado como una suerte de desviación no deseada de una cultura occidental destinada a ser universal y a elevar a la humanidad entera desde sus valores de libertad, soberanía y derechos para todos. Retomaremos esta idea a lo largo de este apartado. La obra tiene en sí misma el valor de representar el esfuerzo por releer la historia moderna desde la perspectiva americana, y visualizar a América no ya desde la historia europea, sino desde sí misma, tal como señalara Dina Picotti (Picotti: 2004-2005). Sin embargo, el autor se choca con los límites que le imponen su marco teórico y su método (aquellos que venimos abordando desde el comienzo del capítulo, básicamente el hegelianismo con su dialéctica), que se encuadran dentro de lo que Michel Foucault llamaría la tradición de las grandes filosofías del siglo XIX, a las que contrapone el historicismo (Foucault: 2000, p. 157 ss.). Una disciplina histórica la primera, que se maneja en forma precisa y ordenada al nivel de las ideas, pero que soslaya las fuerzas sociales y políticas reales, con sus relaciones y sus enfrentamientos. Frente a esta, el historicismo como la consideración de los acontecimientos en los cuales se deciden de una manera siempre provisoria las relaciones de las fuerzas. En última instancia, según Foucault, la guerra operaría como eje fundamental del historicismo. Esta última mirada de los acontecimientos históricos es la que se echa de menos en la historia de las ideas de Zea, en la cual parece que alguna entelequia, o una suerte de operador cultural, de pronto decide que el positivismo –por poner un ejemplo– será el encargado de erradicar al antiguo orden mental (el ibérico colonial), o que el paso de una situación política o económica a otra tiene que ver con el imperio de ciertas ideas. Su misma noción de cultura como entidad abstracta en estas primeras obras y más cercana a un cierto funcionalismo a partir de la década de 1960 (en tanto la liga a la solución de los problemas que se le presentan a la humanidad en determinadas y particulares circunstancias), es dependiente de esa visión de la historia.

Analicemos en concreto algunos puntos del libro que, si bien parece haber sido concebido como inserto en una tradición occidental y occidentalizante, se sitúa en América y busca desde allí un “occidente autóctono”, ofreciendo herramientas para comenzar a pensar la colonialidad, que se manifiesta al menos como sentimiento de inferioridad.

Retomando los planteos de su obra anterior, América como conciencia (1953), la preocupación de América en la historia es la posibilidad de participar, como americanos, en la creación o recreación de la cultura occidental, abandonando el rol imitativo que considera habríamos tenido hasta el momento (Zea: 1957, p.12). América solo debe imitar a Europa en su originalidad, definida como la “capacidad para enfrentarse a la propia realidad para tomar conciencia de sus problemas y buscar las soluciones adecuadas (Zea: 1957, p.13).” El problema del continente, argumentará en distintos tramos de la obra que iremos analizando, es que en lugar de imitar el espíritu de la cultura europea, esto es, su originalidad, se comenzó por imitar e imponer los frutos de ese espíritu: los sistemas políticos, las constituciones, la filosofía, la legislación, el arte, etc. (Zea: 1957, p.14). La imposición de esos frutos –que es vista por Zea como una cuestión interna, llevada a cabo por los dirigentes de las nuevas naciones–, trajo como resultado la situación de subordinación (Zea: 1957, p.18) y la negación absoluta de la realidad propia. Esta idea es muy importante, como hemos visto, el mal de América radica para Zea en no asumir su pasado, mientras que la verdadera negación dialéctica, la que reclama, consiste en una superación “asuntiva” del pasado, no en su amputación.

Ahora bien, reparemos en esta operación que realiza el autor de separar el espíritu de los frutos. ¿Es acaso posible? Dicho de otro modo: los frutos de la Europa moderna (sus sistemas legales, sus ciencias, sus organizaciones políticas) ¿no son acaso un producto necesario de su espíritu moderno? La colonialidad, que nace con la invasión/invención de América, no es separable de la modernidad: ambas se fundan y sostienen mutuamente. Unas páginas más adelante, Zea narrará con gran lucidez cómo el capitalismo liberal llevará a Inglaterra al expansionismo, precisamente para dejar de generar la pauperización que ese modo de producción acarreaba al interior de su propio país.

La expansión del capitalismo sobre el resto del mundo había frenado el peligro que se hizo patente en las primeras etapas de su crecimiento en Inglaterra. Este crecimiento iba a continuar, pero no ya a costa de la miseria de los propios nacionales; otros pueblos pagarían el costo del mismo… la diferencia entre los centros capitalistas metropolitanos y sus dependencias coloniales y semicoloniales aumentó de manera considerable (Zea: 1957, p. 80).

Este movimiento neocolonial de expansión era justificado con el racismo, y sustentado mediante alianzas con las fuerzas conservadoras de los pueblos neocolonizados, para mantener la estratificación social dentro de los mismos.

Tratando de justificar esa desigualdad, se recurrió a diversas teorías, tales como la de la inferioridad de las razas que formaban los pueblos coloniales… Para evitar que los pueblos no occidentales alcanzasen otro plano que no fuese el de subordinados, los representantes del capitalismo occidental en esos pueblos, los representantes del progreso, no tuvieron impedimentos morales para establecer alianzas con los representantes de las fuerzas retroactivas en esos pueblos, con las fuerzas que equivalían al feudalismo en Occidente (Zea: 1957, p. 80-81).

Finalmente, el positivismo racista de corte darwinista y sobre todo spenceriano, que enmascara la lucha por la vida detrás de la libre competencia, termina negando el carácter de humano a la parte de la humanidad sometida (Zea: 1957, p. 79-85). ¿No alcanza a ver Zea, siguiendo su misma línea argumental, aquella que aquí hemos resumido (desde el moderno mandato del progreso hasta la pauperización de parte de la humanidad que acarreó como consecuencia), que espíritu y frutos se compenetran en una unidad inescindible, tal como el liberalismo y la pobreza? En este punto, debemos decirlo, se comporta de una manera acrítica con la “cultura” occidental, muy cercana a la de los emancipadores mentales que tanto critica. El liderazgo del mundo que pretende que occidente ejerza en la defensa de los valores democráticos y humanos, en una supuesta cultura universal, es la contracara del liderazgo que occidente impuso con su expansionismo mediante el comercio, el modo de producción y la guerra. Visto de este modo, el colonialismo que critica en esta y otras de sus obras es concebido –aunque nunca se lo diga tan explícitamente– como una desviación, un defecto dentro de un espíritu moderno cuyo principal valor es la emancipación de la humanidad. En otras palabras, un efecto no deseado de la cultura occidental. De hecho, afirma que los pueblos van descubriendo lo injusto del colonialismo en la medida en que se occidentalizan,[11] y que en este sentido occidente se ha convertido en el maestro del mundo, enseñándole a otros pueblos valores que no tenían, entre ellos el derecho a manejar sus destinos.

Este mundo, el occidente, al expandirse, ha enseñado a otros pueblos valores que ahora estos reclaman para sí. El occidente, acaso sin desearlo, se ha convertido en el maestro del mundo (Zea: 1957, p. 99).

El problema de occidente, en todo caso, radica para Zea en su exclusivismo, que tiene dos caras: la negación del carácter plenamente humano para otros grupos y, como consecuencia, el no dejarlos participar plena y activamente de su cultura. Más allá de esto, está confiado en que si occidente corrige esos aspectos, pueda darse un orden internacional, universal, acorde a sus valores. Adelantamos ya que Zea no se quedó en esta etapa de su pensamiento, en la cual pareciera considerar que los pueblos no han luchado por su libertad antes del advenimiento del liberalismo; y que instalados en una pasividad que recuerda antiguas teorías sobre los americanos, debieran solicitar y esperar el permiso que ahora occidente les niega para devenir sujetos de cultura. Es una etapa que parte de las mismas inquietudes pero que lleva a conclusiones muy disímiles a las que ya hemos mencionado aparecerán en sus libros de la década siguiente, y que abordaremos más adelante. Podríamos llamar esta actitud falta de reciprocidad cultural, en la que aunque intenta explicar el colonialismo como una desviación cultural de occidente, la salida del mismo solo podría provenir de los valores que occidente ha sustentado. Siguiendo sus conclusiones, a las “culturas” de los pueblos subordinados solo les quedaría “progresar” en el sentido que la cultura occidental/universal les marca, mientras que no tienen mucho que aportar, o sus aportes son más bien variantes situacionales.

Europa es y será el centro de la auténtica cultura, la cultura universal por excelencia, la cultura europea, y de la cual la cultura occidental, ahora representada por Norteamérica, es sólo una de sus expresiones. Europa ayer, hoy y siempre, aunque ya no posea el control político y económico del mundo, será la que señale el derrotero de la auténtica cultura. Una cultura que no se limita a la técnica y al dominio de la naturaleza [frutos], sino una cultura que tiene como eje el espíritu creador del hombre (Zea: 1957, p.159).

No hay aquí, por supuesto, una vinculación necesaria de la cultura con la tierra, en el sentido inescindible que encierra la geocultura que concebirá Kusch pocos años más tarde. Pero además estamos muy lejos del citado texto de Fanon que utiliza como epígrafe del último capítulo de La filosofía americana como filosofía sin más, casi contemporáneo a los escritos de Kusch. Es importante valorar entonces lo que va sucediendo en el Leopoldo Zea de esos años de posguerra, cómo su “latinoamericanismo ilustrado” se va acercando a una opción por lo americano, como él mismo diría en el título de uno de sus libros, sin más. En esas obras, correspondientes a la que señaláramos como segunda etapa en su pensamiento, la edición definitiva (1974) de El pensamiento latinoamericano, y La filosofía americana como filosofía sin más (1969), se irá dando el cambio de perspectiva del que habla Picotti y que, debemos decirlo, aquí apenas aparece enunciado.

En general, cuando Zea habla de historia, pareciera que se desdibujan los límites entre ese concepto y el de cultura. Sin embargo, ya en América en la historia tiene una visión más clara de lo que ha significado la operación historiográfica occidental como invención de una historia universal. Al punto que afirma que la historia que hacen los occidentales con pretensión de universalidad, no es más que la historia occidental, una parte de la historia universal (Zea: 1957, p.114). Existió una operación, diríamos nosotros, epistémica, que buscó imponer esa historia, La Historia, por parte de occidente, no sin la resistencia de otros pueblos que reaccionaron de manera mancomunada, de modo que las historias particulares terminaron formando parte de una historia común, la historia del hombre. El reconstruir la historia particular de “nuestra América, la América íbera” fue, precisamente, el objetivo declarado de la obra. Historia donde tuvieran sentido nuestras experiencias, que acaso pudieran resultar válidas para otros pueblos en situaciones semejantes (Zea: 1957, p.10). Como se aprecia, en este propósito inicial del libro hay un tratamiento de la historia local que en principio diverge del que se le diera a la cultura local. No está de más recordar que cuando Zea habla de historia (la referencia a América íbera lo corrobora), está invocando implícitamente un comienzo: el de la llegada del europeo.

Volviendo a su crítica de la concepción occidental de la historia, dice que el filósofo y el historiador europeo interpretaron su historia siempre en relación con los otros pueblos, siendo no solo el protagonista central (Zea: 1957, p. 28), sino llegando incluso al extremo de negar la historicidad de los pueblos no occidentales, como hiciera Hegel. El mundo occidental moderno que nació en el siglo XVI buscó desplazar su pasado de cristiandad, pero también a todo otro mundo con el que se encontrara, poniéndolo fuera de una historia que progresa necesariamente, una única historia fuera de la cual todo lo demás tendría que desaparecer. Esto se ve claramente, como lo hemos analizado en otro punto de esta tesis pero presente ahora en los escritos de Zea, en la filosofía de la historia planteada por Hegel (una historia eurocéntrica y teleológica) y su relación con los considerados pueblos sin historia (Zea: 1957, p. 56-58). América es un producto de la cultura occidental, Europa le otorga un sentido incorporándola a la historia, su historia, al tiempo que con su invención del Nuevo Mundo es la primera en negarle la propia (Zea: 1972, p. 29). Con una apoyatura adicional en las ciencias de la naturaleza, la modernidad así concebida divide a los hombres según capacidades supuestamente naturales. Los privilegios existentes, entonces, no tienen un origen en la historia (como por ejemplo en el caso de la nobleza premoderna) sino en la naturaleza.

En la sociedad moderna, como en la antigua y la medieval, siguen existiendo privilegiados; solo que, en esta ocasión, los privilegios tienen un origen natural, no histórico. Los privilegios no se heredan, se adquieren; representan esfuerzos concretos realizados por hombres igualmente concretos, cuya capacidad se hace patente en los mismos (Zea: 1957, p. 47).

Filosofía de la historia y ciencias se conjugan en la idea del progreso, según el autor, para imaginar un hombre occidental que se ve como predestinado a un triunfo permanente sobre los demás pueblos, en orden al progreso –cuyo único protagonista es él mismo (Zea: 1957, p. 44)– y la acumulación (Zea: 1957, p. 54-55).

Todo esto lo traemos a colación para demostrar que, más allá de permanecer en muchos tópicos fuertemente ligado a una filosofía y una cultura eurocéntrica, dentro de las cuales y apenas como variante se reconoce, comenzamos a encontrar en Leopoldo Zea una crítica a la modernidad, originada en la propia situación de dependencia política, económica y epistémica americana, que apunta a los mismos núcleos que serán luego abordados por la visión de-colonial, entre ellos la subordinación del otro, la negación de la humanidad plena, el eurocentrismo; en fin, todo lo que configura la colonialidad del poder. Sin pretender enarbolarlo como un antecedente necesario, sí podemos afirmar que en el espíritu de su búsqueda histórico-filosófica se podrán afirmar pensadores cuyos planteos serán más radicales con respecto a la identidad colonial americana y sus causas, pero que están partiendo de presupuestos similares y del mismo humus, una sensibilidad nacida de visualizar los elementos no solo económicos y políticos de la dependencia sino, en un plano más profundo y si se quiere, antropológico, fundamentos epistémicos de un sentimiento de inferioridad e impotencia del que el americano, especialmente el intelectual y el político que vive mirando a Europa, no se puede desmarcar ni puede comprender sin repensar la historia. Y lo que es más importante, no se comprende si no se comparte con el pueblo que es fruto de esa situación de colonialidad, más allá de la misma segregación interna que se da en estas ex colonias y que también es pensada por muchos intelectuales poscoloniales como Spivak (Spivak: 1997). Diríamos, desde una posición de-colonial, si no se la piensa desde la diferencia colonial. En este sentido, Zea está proponiendo un pensamiento situado y no solo enuncia una originalidad posible, sino que la actualiza en su obra. Desde ese mismo poner en acto que nace, como lo destacamos ya en varias oportunidades, de no sentirse inferior sino diferente, aborda a su modo el proceso de decolonización, cuyo origen está en la conciencia (Zea: 1957, p. 93). Al iberoamericano le falta conciencia de la historia, esa que construye día a día como todos los hombres, que es parte de la historia occidental pero vivida desde circunstancias concretas. Le falta tomar conciencia de su histórica lucha, junto a la de otros pueblos, para que se le reconozca su humanidad (Zea: 1972, p. 47). Esa falta de conciencia es la que lo llevó a aceptar una situación marginal, pero con respecto a una historia que no es totalmente suya sino en la forma de una añoranza o de un futuro poder ser (aquí habla del latinoamericano como el hijo del europeo desterrado). En ese olvido cayó la originalidad, la capacidad de hacer de lo propio algo universal (Zea: 1957, p. 31-32); y de él nació el rechazo del pasado y el sentimiento de imposibilidad: el americano “ha hecho de su presente la imposibilidad de su futuro” (Zea: 1957, p. 27). Pero había llegado, plantea como otros representantes de su generación, el momento de la historia en el que se impone una toma de conciencia.

Antes de aceptar la responsabilidad que nos corresponde dentro de los pueblos del mundo, es menester que tomemos la de nuestras concretas situaciones. Por ello es necesario que tomemos conciencia de nuestra situación, pues sólo así podremos hacernos responsables de ella. Hasta ahora parece ser que lo hemos evitado. Acaso llevados de un complejo de inferioridad o, simple y puramente, por irresponsabilidad. Cualquiera que sea la causa, es menester que también la conozcamos. Porque de otra manera, si eludimos el conocimiento de nuestra situación concreta, eludimos también nuestra responsabilidad. Pues, ¿quién va a responder por nosotros, por nuestros compromisos, por los actos que hemos realizado como pueblos? (Zea: 1972, p. 93)

Después de un largo recorrido histórico, el americano tomaba verdadera conciencia de sí mismo y de su valor, en plena crisis cultural desatada por la Segunda Guerra Mundial y en coincidencia con una supuesta toma de conciencia, aunque en sentido inverso, del europeo (Zea: 1969, p. 179). Porque para Zea, la historia no es crónica sino hermenéutica, la conciencia histórica de un pueblo, y esta se adquiere al tomar conciencia de los hechos y comprenderlos, colocándolos en el lugar que les corresponde en el presente (Zea: 1972, p. 10). En este punto vuelve a tributar a Hegel, de cuya dialéctica toma la idea de la Aufhebung, el momento de negación que es propiamente supresión, asunción y sublimación. América aún no ha asumido su pasado, y en ese sentido es que no tiene historia propiamente tal. Esta carencia se origina en el enmascaramiento de su primera realidad no asimilada: la colonia (Zea: 1969, p. 20). ¿Por qué ese pasado colonial sigue siendo un presente que no se decide a ser historia, tomando la forma de la dependencia y la enajenación? Aquí es donde le faltan instrumentos de análisis, para poder responder esa pregunta hay que mirarla desde fuera del sistema. Siguiendo a la visión de-colonial, lo que no permite asumir el pasado colonial como tal es, precisamente, la colonialidad del poder. Mas, de todos modos, Zea fue capaz de proponer a la filosofía americana una tarea importante: el tomar conciencia de que toda situación de subordinación y dependencia económica y política parte desde un nivel epistémico. Esta tarea, que es la que define a la historia de las ideas según el autor, es difícil pero imprescindible. Y es en alguna medida adoptada por las corrientes de-coloniales, en su esfuerzo de asumir la colonialidad histórica desde sus raíces, para poder desarticular una episteme de colonizado. Es lo que se propone también Zea, aunque como hemos visto con ciertas ambigüedades, sobre todo cuando se mantiene en el terreno de las puras ideas, sin tener en cuenta los condicionamientos del poder sobre esas mismas ideas. Pero también hemos encontrado momentos en su pensamiento en los que esos condicionamientos aparecen con fuerza, y son precisamente los momentos en los que su crítica a la cultura moderna, de la que no deja de sentirse parte, se hace más aguda.

EL MESTIZAJE COMO POSIBILIDAD Y LA INVISIBILIZACIÓN DE LO INDÍGENA

Una buena parte de América en la historia, lo hemos dicho, trata de las diferencias que existen entre la América del Norte, sajona; y la América ibérica. Los dos últimos capítulos de la obra se dedican a describir y analizar estas diferencias, desde la perspectiva de la influencia del puritanismo en la conciencia norteamericana y del catolicismo y el modernismo en la íbera. A medida que avanza en la comparación, se vislumbra el cometido profundo del autor. Se trata de una revalorización de la cultura ibérica, que en medio de lo que entonces se leía como la crisis de una cultura occidental que se había vuelto extremadamente individualista y materialista, podía aportar elementos comunitarios y espirituales. De pronto –y recordemos que en esta obra considera a la península ibérica como ajena a occidente propiamente dicho– el iberoamericano descubre que su historia será occidental, pero sin dejar de ser no occidental.

Así, por lo que a la América íbera respecta, va surgiendo una nueva actitud de la cual es fruto este mismo trabajo: la toma de conciencia de la propia realidad. Se va abandonando ese inútil empeño de hacer a la América íbera una América occidental ciento por ciento, y se va aceptando, como elementos positivos, raíces culturales no occidentales que forman su mestizaje cultural (Zea: 1957, p. 191).

Y este no ser totalmente occidental debía ser considerado como una riqueza cultural. Aparece entonces el tema del mestizaje como una capacidad de asimilación de la diversidad cultural, que constituye una verdadera originalidad del americano del sur del río Bravo.

Los pensadores iberoamericanos empiezan a no dolerse ya de no ser ciento por ciento occidentales y ven, por el contrario, en ese tanto por ciento que tiene sus pueblos de no occidentales, la base para la participación de Iberoamérica en la creación de una cultura más amplia y auténticamente universal (Zea: 1957, p. 224-225).

Claro que aquí debemos hacer una salvedad. La historia del latinoamericano parte, para Zea, en lo ibérico. El componente indígena es un “complemento ontológico” del latinoamericano, como titula uno de los apartados de El pensamiento latinoamericano. Un complemento, o sea que cuando hablamos de latinoamericano, no incluimos en ese concepto a los pueblos originarios. Volveremos sobre este tema para profundizarlo, digamos aquí que para el autor, esas peculiaridades del latinoamericano que positivizan su diferencia provienen de su herencia ibérica, no de su pasado indígena (Zea: 1957, p. 226). La colonización que llevaron a cabo los íberos se extendió sobre tres campos: el cultural (con la instauración de la cristiandad)[12], el político y el económico. En cambio, la colonización de la Europa occidental –inglesa y francesa principalmente– abarcó solo los aspectos políticos y económicos. Por eso la primera originó el mestizaje, se entiende que cultural (aunque también el biológico), porque:

La expansión íbera llevaba, además de la intención política y económica, una intención cultural: la de incorporar a los pueblos conquistados a la comunicad cristiana. La expansión occidental, por el contrario, solo aspiraba a mantener su predominio económico y político y, solo en forma secundaria, el cultural, lo cual como ya expusimos antes, se ha realizado a pesar suyo en muchos casos (Zea: 1957, p. 243).

Mientras que en la cultura mestiza iberoamericana predomina un sentido humano de la comunidad, que inclina sus sistemas políticos hacia el caudillismo; en la cultura moderna occidental predomina el individualismo, y su sistema político prevalente es la democracia. La primera funda comunidad, la segunda, sociedad. En la primera, los vínculos son naturales y necesarios, en la segunda, civiles (Zea: 1957, p. 273). No sería del todo aventurado encontrar en estas distinciones un eco de las Ideas para una historia Universal en clave cosmopolita de Kant, con una referencia implícita a la insociable sociabilidad del hombre más cercano a lo natural, que se inclina al caudillismo antes que a la sociedad civil. Después de todo, detrás de la teoría kantiana hay una concepción de progreso a la que Zea adhiere. Pero de todos modos, en este punto está más interesado en resaltar elementos de un humanismo ibérico que permitiera al americano revalorizar su cultura, al tiempo de reivindicar su originalidad.[13]

En síntesis, lo importante en el momento cultural y político que se transitaba era, según el autor, que Latinoamérica podría oficiar de puente entre los pueblos conquistadores y conquistados, esto es, entre el mundo occidental y el resto del mundo, gracias a su condición de mestiza.

Iberoamérica sabe ya que la historia es algo que hacen todos los hombres, y con ellos todos los pueblos. Sabe, también, que en esta Historia tiene una parte, sin importar nada que sea o no la principal. Sabe que su mestizaje, no tanto etnológico como cultural, puede ser el punto de partida que la coloque dentro de esta historia en una situación, posiblemente, especial. Algo que muchos pensadores occidentales han previsto ya para esta América. Una América puente entre dos mundos, que parecían contradictorios. Puente entre pueblos conquistadores y pueblos conquistados. Puente entre Oriente y Occidente, entre el mundo occidental y el resto del mundo. Por ello, en la historia de la humanidad, en la que hacen todos los hombres, acaso esta historia iberoamericana de mestizaje cultural y racial tenga una gran importancia (Zea: 1957, p. 191).

Tomar conciencia de esta realidad debería ayudarnos a rescatar nuestro espíritu, y ya no sentirnos inferiores sino diferentes.

Como señaláramos en otras ocasiones, y más allá de las intenciones, esta obra de Zea está cruzada por ambigüedades, que seguramente serían reflejo de perplejidades de un autor que, por un lado quiere reivindicar el valor de la cultura y la filosofía occidental y reclama su reconocimiento como parte de la misma, y por otro tiene ante sus ojos el rol subalterno que el mundo occidental, productor y producto de esa cultura y esa filosofía, asignó a Latinoamérica y a otras partes del mundo. Aboga por una asunción del pasado y de la condición mestiza que fuera despreciada especialmente por la influencia del positivismo del siglo XIX[14], pero extiende ese pasado que debe ser asumido solo al momento de la llegada del europeo, y define el elemento mestizo a ser considerado solo con el componente íbero.

Curiosamente, en la misma ciudad y casi el mismo año en que León-Portilla publicaba que en la base de la cultura mexicana estaba el náhuatl, y lo erigía como autor de una verdadera filosofía (León-Portilla: 1993), Zea dejaba entrever en América en la historia que el punto de partida de la cultura y la filosofía latinoamericana estaba en España. ¿Qué lugar ocupa en el pensamiento de Leopoldo Zea la presencia en América de los pueblos originarios, tan valorada por la opción de-colonial y autores anteriores a esta, como León-Portilla?

A pesar de que el autor presenta de una manera crítica las afirmaciones surgidas desde el spencerianismo sobre la necesidad de la desaparición del indio y del mestizo, ya que lo toma como una pretensión de borrar el pasado, tiene en el fondo el convencimiento de que si bien al mestizo hay que incorporarlo a la historia como un elemento original y positivo, el indígena está destinado a la desaparición. De hecho, cuando habla del latinoamericano no lo incluye dentro de esta categoría: latinoamericano es el criollo, y dentro del territorio que a él le pertenece hay todavía vestigios de una humanidad que tiene dos caminos: desaparecer por asimilación, o desaparecer lisa y llanamente por extinción. Suena duro a nuestra sensibilidad actual, y es bien contrario a posiciones pos o de-coloniales, ya que da no solo como un hecho sino casi como una situación de derecho el despojo de los pueblos originarios de las tierras que habitaron durante siglos.

El indio es el otro de la realidad latinoamericana, “el complemento ontológico del americano” decíamos arriba, usando sus palabras. Está allí. Es un pasado, explica en la tercera parte de El pensamiento latinoamericano (esa parte que señala una inflexión en la filosofía de Zea), que infructuosamente ha tratado de erradicar la generación de los emancipadores mentales. Porque su presencia fue económica y políticamente necesaria, al ser el secularmente explotado:

El pasado cuya permanencia se hizo posible al ser mantenidas las estructuras sociales en que descansaba: la explotación del hombre por el hombre, la explotación que inició el colonizador sobre el colonizado y continuó el democrático y liberal hombre de la civilización de los siglos XIX y XX (Zea: 1969, p. 183).

Es decir, el indígena fue la primera víctima de la colonización, y luego de la subcolonización promovida ya por los centros de poder locales. De la mano de autores como Luis Villoro (México) o Francisco Miró Quesada (Perú), aparece por primera vez el indígena como preocupación en la obra de Zea, pero esa preocupación se reduce a cómo salvar el abismo que separa al latinoamericano de ese otro con quien comparte el continente y que, además, comienza a despertar en él – en el latinoamericano– una cierta fascinación (Zea: 1969, p. 183). El hecho de reconocer al indígena como el extraño, desplazado y explotado, despierta en el espíritu humanista de Zea una reflexión en favor de la toma de conciencia de su presencia, y de la integración de esas poblaciones marginadas, a las naciones. Un verdadero humanismo es el que posibilitará salvar la brecha: esta postura asimilacionista es la más avanzada que hemos encontrado en el autor con respecto a las culturas indígenas de América y es, a pesar de mantenerse en el espíritu del etnocentrismo occidental, un cambio con respecto a las posiciones que sustentara con anterioridad, y que directamente invisibilizaban a los pueblos originarios como una realidad presente.

Ya hemos señalado cómo en América como conciencia afirma que para el latinoamericano, la cultura precolombina carece de sentido (Zea: 1972, p. 27). En estricto rigor, esa carencia de sentido puede ser cierta, siempre que se considere –como de hecho lo hace Zea– que el latinoamericano es solo el criollo o el mestizo. En este último caso, el del mestizo, es discutible que la cultura precolombina carezca de sentido. Pero en el mismo libro encontramos el sustento de la afirmación: desde la época de la Conquista la cultura indígena fue condenada a su desaparición, bajo la justificación de ser catalogada como demoníaca. La ciudad de Cusco, en su materialidad de construcciones superpuestas, es ofrecida como ejemplo y metáfora de lo que supuso la superposición de una cultura foránea sobre la autóctona. Pero desde ese entonces, y como consecuencia de ese juicio de demonización, el indígena no tiene voz, o esta es parcialmente interpretada. El europeo cubre la realidad, sobreinterpretándola, pero en algunos casos esa cultura enterrada va surgiendo en devociones, fiestas o en expresiones como el barroco americano (Zea: 1972, p. 55-58). Luego, las generaciones liberales y positivistas de las nuevas naciones, tuvieron dentro de sus programas de occidentalización el objetivo de erradicar al indígena de los territorios. Estas generaciones de americanos también intentaron cubrir toda realidad que no pudieran erradicar.

Zea planteará más tarde otro camino que ayudaría a salvar la brecha: la unión hacia una misma meta, la descolonización, entendida en esta etapa como liberación, del latinoamericano con el indígena (Zea: 1969, p. 184). Este camino sería compartido además por el negro, que en Aimé Césaire y Frantz Fanon encontrara su voz. Sin embargo, el indígena para Zea no ha recuperado su voz, sobre él hablan otros. Y si el indígena asimila la cultura no indígena, deja de serlo, se expresa como latinoamericano (Zea: 1969, p. 187). Esto no sucede con el negro, que no quiere ser como el blanco: Zea supone que el indígena sí. Y tiene razón en gran medida: políticas que podríamos llamar de nacionalización, en los distintos países latinoamericanos, sumadas a la discriminación, llevaron a muchos indígenas a buscar occidentalizarse. Así fue como se olvidaron lenguas originarias en manos del idioma nacional impuesto en la escuela, o se perdieron modos de propiedad no solo en manos de la legislación civil sino también por cambio de hábitos culturales. Pero precisamente este es el punto que no se analiza, el por qué el indígena quiere, en una etapa histórica al menos, dejar de serlo. ¿Se trata de la atracción que ejerce una cultura considerada superior? De algún modo Zea así lo considera. ¿O se trata de una estrategia de supervivencia? Desde el momento histórico que estamos transitando, y más allá que las motivaciones siempre son complejas, la hipótesis de las estrategias de supervivencia que desarrollarían pensadores contemporáneos, como Rodolfo Kusch, o la noción de transmodernidad que planteara Dussel (Dussel: 2004) parecen ser explicaciones más plausibles. Nos referimos a que hoy cada vez más nos encontramos con grupos de pueblos originarios que no solo no quieren ser blancos, sino que viven como una riqueza la diferencia cultural. Además, parecen haber recuperado la voz. Y este es un componente esencial de las opciones de-coloniales, componente que de seguro por los condicionamientos de época, Zea no pudo ver dentro de sus pronósticos más bien fatalistas sobre los pueblos originarios.

EN LA RESISTENCIA AL DOMINIO EL DOMINADO ENCUENTRA SU HUMANIDAD

Hacia el final de nuestro recorrido por la obra de Zea, comprobamos una vez más que su pensamiento es insistentemente dialéctico. En La filosofía americana como filosofía sin más, una respuesta ya consolidada a la inquietud inaugural de itinerario intelectual sobre la posibilidad de una filosofía original, doblemente afirmada en su propio título (recordemos que “sin más” en Zea equivale a universal), aborda de lleno el tema de la desalienación del pensamiento y, desde una postura que se manifiesta mucho más política, de la vida misma del americano. Desde esa dialéctica que mencionábamos, la dominación occidental habría traído en sí su propia antítesis, se universalizó (globalizó, diríamos hoy), pero le enseño a toda la humanidad sus derechos como tal, y en ese período de posguerra, la humanidad se los estaba reclamando. Mas de la mano de esa emancipación, surge en esa misma época otra búsqueda que, según Zea, se hace central: la de la palabra propia, original. A él, como filósofo, le toca encarnar esa búsqueda desde su disciplina, que no es cualquier disciplina. Porque la filosofía es palabra, hacer y tener filosofía es tener logos, verbo, palabra.

Verbo, Logos, Palabra, diversas expresiones de un mismo y grandioso instrumento mediante el cual el hombre no sólo se sitúa en el Mundo y el Universo, sino que hace de ellos su hogar. Mediante el Verbo deja de ser un ente entre entes, para transformarse en su habitante (Zea: 2000, p. 9).

Es la primera frase del libro, para seguir unas líneas después:

El poseedor de este Verbo, Logos o Palabra lo es el hombre, insistimos. Y es, entre los hombres, el filósofo el que hace de este instrumento la virtud de su existencia. El filósofo es el hombre que quiere saber del ser en la nada, del orden en el caos. Y quiere saber porque en ello le va su propio ser, su existencia (Zea: 2000, p. 9).

Y por eso, poseer y practicar la filosofía es signo de humanidad. Retoma así una idea que ya aparecía esbozada en El pensamiento latinoamericano (Zea: 1969, p. 209). Allí decía que negar el verbo a nuestro pueblo (negar la filosofía americana) era aceptar el sentido de la primera forma de discriminación racial que conocemos. Ahora profundizaba esa idea, la pregunta por la existencia de esa palabra filosófica original nos remonta a la discusión entre Sepúlveda y Las Casas, sobre la humanidad del americano (Zea: 2000, p. 12-13). Y entonces aparece el Zea más cercano a una opción de-colonial, el que advierte que seguir preguntándose si hay filosofía latinoamericana es insistir en auto-probarse la propia humanidad.

Cuando nos preguntamos por la existencia de una filosofía americana, lo hacemos partiendo del sentimiento de una diversidad, del hecho de que nos sabemos o sentimos distintos. ¿Distintos del resto de los hombres? ¿No sería esto una monstruosidad? ¿Un Verbo, un Logos, una Palabra, distintos de lo que hasta ahora han sido? ¿De dónde nos viene esta extraña preocupación? ¿Por qué llevamos a la historia de la filosofía una interrogante que nunca antes se había planteado y, de hecho, hacemos una extraña filosofía?... En último término preguntar por la posibilidad de una filosofía es preguntar por el Verbo, el Logos o la Palabra que hacen, precisamente, del hombre un Hombre. Y este preguntar, decía, nos ha sido impuesto, nos fue planteado y los hombres de esta América, porque también lo son, no hacen sino replantear el problema. Fue la Europa que se inicia en la historia de la llamada modernidad -una modernidad que implica un nuevo redescubrimiento del hombre, pero, al mismo tiempo, la aparición de un hombre que hace de su redescubierta libertad un instrumento o justificación para imponerla a otros, negándoles este derecho- la que impuso el problema (Zea: 2000, p. 10-11).

Siguiendo a Zea, cuando se pregunta para auto-probarse la propia humanidad, sin correrse al mismo tiempo del modelo impuesto, el de la civilización como supuesta única forma de ser humano, siempre se sale perdiendo, al no valorar la diferencia, no asumir la propia historia y no reconocer el aporte del hombre americano a la humanidad. En fin, lo que hoy podríamos llamar, a la construcción de un pensamiento fronterizo que sea capaz de romper la interpretación monolítica y monocorde de la realidad, ofreciendo otros modelos sin pretender imponerlo a su vez como el único. Insistir en la imitación, por el contrario, lleva al fracaso por el absurdo: reafirma la supuesta incapacidad (Zea: 2000, p. 24). Curiosamente, como preparando el terreno a las corrientes que aparecerían años más tarde en Latinoamérica y como originalidad frente otras que surgieron de forma similar y con las mismas motivaciones en otras ex colonias, Zea abarca aquí un ciclo de colonialidad (aunque no lo llame así) que, con la cuestión de la humanidad de la “raza” colonizada en el centro, recorre desde la conquista hispano lusitana hasta la aparición de voces descolonizadoras (como la de Fanon, muy importante en esta obra) y emancipadoras, como las de la filosofía de la liberación, en estas latitudes periféricas. Deberíamos también rescatar el espíritu de búsqueda de un espacio que, con diferencias incluidas, Zea llama a construir en común: sin polemizar abiertamente, pero con firmeza, La filosofía americana como filosofía sin más parece ser una respuesta a los planteos de quien fuera uno de los iniciadores de las corrientes anti-dependencia en Latinoamérica, Augusto Salazar Bondy. Y bien, como afirmando la dialéctica de la cual ambos autores (y muchos cultores de la filosofía de la liberación) hicieran su método de análisis, del conflicto surgieron algunas de las mejores herramientas de las que se valieron filósofos posteriores que reflexionaron en la misma línea. Esta necesidad de politizar la epistemología, o desde otra perspectiva, romper la episteme dominante como condición necesaria para el cambio en las relaciones de poder, es uno de los legados con los que, más allá de las ambigüedades que le hemos criticado en esta etapa de su pensamiento, Leopoldo Zea funda bases para el desarrollo posterior de la visión de-colonial, al punto que autores como Mignolo o Dussel lo citan como fuente, con aprecio y respeto. A esto debiéramos agregar que, de la mano de planteos como el de los autores afroamericanos, el pensamiento de Zea comienza, hacia el final de la etapa que hemos abordado, a flexibilizar la dialéctica que lo mantenía ligado a esa suerte de monismo que él mismo reafirmaba en obras anteriores. Es así que comenzó a considerar que el hombre no occidental estaba ayudando al occidental a desenajenarse de lo que él mismo había creado como cultura y técnica. La libertad de los otros, su rebeldía y su violencia, hizo patente en la historia el rebajamiento del occidental en la posguerra, así como la resistencia a la enajenación del no occidental le hizo patente su autoenajenación (Zea: 2000, p. 96 ss.). Ya no es occidente el maestro de los enajenados al mostrarles sus derechos, sino que las víctimas de la dominación colonial son las que pueden, desde su propia experiencia, romper la suficiencia occidental. Este es el fenómeno que intentan mostrar las visiones de-coloniales, a un nivel epistémico hay rupturas que surgen desde fuera del pensamiento occidental, como la cuestión étnica, la negritud; formas de pensar desde otras lógicas o fuera de lo utilitario como el buen vivir, los derechos de la tierra, etc. El proceso que va generando el pensamiento fronterizo es, al menos, más complejo que la dialéctica, porque las diferencias no se dan solo a nivel de lo mismo, como negación, sino que irrumpen desde fuera: hay Otro. En la resistencia al dominio el dominado encuentra su humanidad y reclama los valores que el dominador le enseñó como universales, decía Zea (Zea: 2000, p. 38); pero avanzando en su pensamiento se va descubriendo, tal vez más allá de los propósitos que el autor se planteó, que reclama valores que le son propios, porque “el hombre occidental y la cultura occidental no son sino una expresión del hombre enmarcada en una absurda pretensión de universalidad” (Zea: 2000, p. 79). Diseños globales, diríamos hoy. Paradójicamente inspirado en Sartre, un europeo que prologa Los condenados de la Tierra (Fanon: 1999), Zea pone en evidencia que no había manera de justificar el despojo, el sometimiento y el asesinato del colonizado, todos actos definidos como crímenes por el propio occidente, sin despojarlo antes de su humanidad (Zea: 2000, p. 85). Esta misma relación se replicó en lo que podríamos llamar el colonialismo interno, y que Quijano describe como colonialidad del poder: el criollo latinoamericano planteó con el indígena la misma relación que el colonizador con el no occidental, mirándolo como un instrumento o una cosa. El hijo del inmigrante europeo hizo lo propio con el criollo, observamos en el siglo XX. Históricamente, no hubo en Latinoamérica una praxis política encaminada a la afirmación de la condición humana, que pudiera subsanar ese desgarramiento interno (Zea: 2000, p. 87). Pero se comenzaba a operar una descolonización de la conciencia (Fanon), como vía de des-enajenación, en la cual muchos ya no aceptaban la idea de hombre del occidental sino que proclamaban otras, las propias (Zea: 2000, p. 102), al tiempo que luchaban por dejar de ser un instrumento de otros fines. El colono había creado al colonizado, y la “cosa” colonizada se convertía en hombre en el proceso mismo en que se liberaba, escribe siguiendo a Fanon (Zea: 2000, p. 108). En esa hora, la tarea consistía en construir un mundo nuevo, no destruyendo el del victimario sino rompiendo la subordinación. Y para ello había que abandonar la existencia inauténtica, ese pretender ser lo que no somos, esto es, ser occidental en un mundo creado por occidente, donde la colonia es parte necesaria del imperio. Esto solo llevaría a seguir aceptando la subordinación, como parte del orden que el occidente había establecido. Un colonizado en un imperio creado por los colonizadores.

No siendo lo que libremente debería ser, como hombre entre hombres, sino lo que ha sido impuesto como complemento ineludible del imperio de quienes se consideran a sí mismos como la expresión del hombre por excelencia. La expresión ante la que los otros hombres han de justificarse para ser tales. Lo que, pura y simplemente, Augusto Salazar Bondy llama conciencia mistificada (Zea: 2000, p. 111).

Hemos encontrado algo que quizás no estaba en nuestro propósito inicial: la evolución del pensamiento de Zea, desde una especie de liberalismo occidental convencido en su primera etapa, a una posición que, sin dejar de tributar a la tradición occidental, termina en una filosofía de la liberación pero con elementos muy cercanos a la opción de-colonial en la segunda. La filosofía americana como filosofía sin más, libro que junto al última parte de El pensamiento latinoamericano más se aproxima a estas últimas posiciones, cierra con la misma cuestión con la que se inició el itinerario, la de la posibilidad de una filosofía de nuestra América. Con un cuarto de siglo de camino, la respuesta de Zea es ahora mucho más concluyente:

… no solo es posible sino que lo ha sido o lo es, independientemente de la forma que la misma haya tomado, independientemente de su autenticidad o inautenticidad. En esta filosofía, en lo que ha sido posible realizar, está la base de lo que se quiere seguir realizando (Zea: 2000, p. 117).

Aquello que se quiere seguir realizando, o al menos lo que él y otros autores de su generación, a veces desde diferentes perspectivas, pretendieron seguir realizando, era una filosofía que no solo tuviera como función el hacer consciente una realidad de subordinación, sino ofrecer formas de superar esa condición, “[una] filosofía de la acción encaminada a subvertir, a cambiar un orden en el que la auténtica esencia del hombre ha sido menoscabada” (Zea: 2000, p. 119).

CONCLUSIONES

El estudio de Leopoldo Zea desde una perspectiva de-colonial ha resultado tan complejo como asombroso y enriquecedor, precisamente por la evolución de un pensamiento que, partiendo de un “iluminismo desarrollista” convencido de los beneficios de occidente, termina prácticamente proponiendo una ruptura epistemológica en nombre de la autenticidad de un filosofar emancipatorio.

Zea, a pesar de manejar un concepto muy amplio de filosofía y de optar él mismo por trabajar en la línea de la historia de las ideas, se mueve dentro de un pensamiento filosófico que podríamos denominar normalizado y, por supuesto, canónicamente occidental, aunque no totalmente disciplinado en sus contenidos. Pero los mismos autores de la opción de-colonial lo reconocen como un filósofo importante, que ha abierto caminos. Y esto se debe en primer lugar, sin dudas, a que piensa desde la frontera y la subalternidad.

Zea y O ‘Gorman se sitúan como historiadores y filósofos al margen de la disciplina, a pesar de que la cuestión étnica no alcanzó su propio pensamiento […] Zea y O ‘Gorman contribuyeron, no obstante, en la valoración del pensamiento “desde la marginalización y el barbarismo” o, como diría Kusch, desde la “ubicación filosófica”, donde ubicación no se refiere solamente a ubicación geográfica sino también histórica, política y epistemológica. En otras palabras, contribuyeron a poner de manifiesto los límites de la civilización y la ascensión de la teorización “bárbara” (judía, poscolonial marginalizada, femenina, afroeuropea o afroamericana, amerindia, homosexual, etc.) (Mignolo: 2003, p. 178)

Para Mignolo, la filosofía de Zea puede considerarse como formando parte de la “razón subalterna”, una práctica teórica que si bien coexiste con la colonia, fue reimpulsada por los movimientos de descolonización de posguerra. Surge de la necesidad de repensar y desconceptualizar las historias contadas, y que generaron divisiones conceptuales como cristiano y pagano, civilizado y bárbaro, moderno y premoderno y, más acá, desarrollado y subdesarrollado. Todas estas divisiones cartografiaron la diferencia colonial. Las teorizaciones que surgen de esta gnosis fronteriza que es la “razón subalterna” no son más que un proceso de pensamiento que la gente que vive bajo una situación colonial desarrolló para negociar su vida y su condición subalterna. América en la historia, por ejemplo, con su preocupación por la relación entre los americanos y el occidentalismo, hoy sería identificada como un discurso poscolonial en tanto respuesta a la situación de colonialidad desde los márgenes externos de occidente (Mignolo: 2003, p: 165 ss.).

Como hemos dicho en reiteradas ocasiones, Zea estaba consciente y preocupado por la situación de colonialidad, aunque no la vinculó explícitamente al componente racial. Pero tan consciente estaba que consideraba que América Latina se enfrentaba, en ese entonces y en el contexto teórico de las filosofías de la liberación, a dos luchas: la de clases y la de descolonización. En esto hemos visto una verdadera evolución, desde los análisis que criticáramos por demasiado despojados de contextos políticos e históricos, como si todo se resolviera a partir de los movimientos del espíritu; hasta sus posiciones de principios de la década de 1970. Pero tal vez aquel punto de partida tan idealista le haya permitido arribar a una suerte de anticolonialismo epistémico, del cual debe ser uno de los precursores dentro del pensamiento latinoamericano. Esta es, como sabemos, una de las ideas centrales de la visión de-colonial. Junto a esta descolonización del pensamiento, Zea propuso desde sus primeros escritos la autovaloración del americano, al tiempo que expuso las consecuencias –y no siempre con la misma claridad, las raíces– del sentimiento de inferioridad, que al parecer se puso rotundamente en evidencia en la posguerra. Evidentemente, esto estuvo ligado a la construcción del Tercer Mundo, fruto de la división geopolítica planteada por políticos y cientistas sociales de la misma época.

Junto a la autovaloración, y explorando motivos que la fundamenten, su filosofía siempre buscó hacer pie en la historia, dejando planteada una verdadera filosofía de la historia, como ya hemos dicho.[15] Este intentar ver y comprender los hechos desde el presente fue planteado por Zea como un verdadero trabajo de la autoconciencia, que debe ser completa. Esto es, no puede dejar afuera por una negación simple a ninguno de los componentes ni momentos de la historia, sino asumirlos, único camino hacia una existencia auténtica como pueblo. Y aquí cobra sentido la denuncia que resuena fuerte en todos sus escritos, ese afán por la imitación que coloca al americano siempre en desventaja. Pero volviendo a la pregunta inicial, en esa tarea de comprensión de la historia podemos ver también un antecedente del modo de proceder de los autores de-coloniales, que con su historización buscan desnaturalizar las situaciones dadas.

Para construir esa filosofía de la historia americana que lo sitúa como un autor destacado y original, y en este afán de no dejar nada sin ser asumido, Zea se valió de una cantidad de materiales notable, textos de los más variados autores, lugares y épocas de estos siglos de historia americana. Lo decíamos al comienzo del capítulo, y lo resaltamos en sus conclusiones: el autor es un verdadero archivo de la memoria intelectual americana. En su afán por demostrar que la actividad filosófica en sus variadas formas, pero especialmente en lo que toca a la filosofía política, ha estado presente en América desde sus inicios, sobre todo desde la época de las naciones independientes, recogió, analizó y confrontó una gran cantidad de textos y autores, situándolos siempre en la problemática a partir de las cuales surgieron y se desplegaron.

Finalmente, y a pesar de reconocerse hijo de la misma, Zea fue siendo cada vez más crítico de la cultura occidental moderna, sus dispositivos de cosificación, su racionalidad instrumental y su espíritu racista y expansionista. En este punto, y más allá de esos elementos de crítica, nos aporta la cuota de realismo que invita a no perder de vista que, cualquiera sea nuestra postura frente al fenómeno de la colonialidad, no podemos sino pensarla desde nuestra situación. Así como también es cierto que no podemos ir más allá de ciertas fronteras, aunque nada nos impida quedarnos a pensar precisamente desde ese suelo fronterizo. Somos hijos de la filosofía occidental, y no podemos sino pensar desde sus categorías, que son algo así como la matriz básica de nuestros propios desarrollos filosóficos, un lado de la frontera. Zea está entre los autores latinoamericanos que se mueven dentro de una epistemología occidental, pero proponiendo un lugar de enunciación deferencial como una afirmación de la diferencia, aunque permanezcan dentro de la fundación epistemológica cuyo contenido objetan (Mignolo: 2003, p. 194). La pretensión de Zea, esa que consideramos la motivación de todo su trabajo, fue que los filósofos que podríamos llamar centrales (desde la perspectiva periférica que se nos ha asignado), los representantes de la comunidad filosófica hegemónica, consientan en aceptarnos en primer lugar como interlocutores, y en segundo lugar (y este orden se refleja en la evolución del pensamiento de Zea), como quienes, llegando desde donde llegan, portan una diferencia que enriquece a toda la filosofía. Mas para ello, hace falta un primer paso dentro de la propia psicología del americano: autoafirmarse.

DE LA INTEGRACIÓN A LA DESCOLONIZACIÓN (2024)

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